Viajar y escribir, todo en uno, crear y creer, unión imposible que sólo se da cuando uno escribe un libro de viajes. Aunar lo extremo, atar los puntos más distantes alfa y omega, completar el círculo; todo un reto, toda una provocación, por eso las grandes obras maestras de la literatura universal tocan estos imposibles: la dificultad de alcanzar el amor y los vericuetos para llegar al fondo del alma humana.
Cada autor cuenta su experiencia. Para mí hay un secreto para aproximarse al destino de ambos viajes: para viajar hay que enamorarse. Sea por esto que cuando viajo o escribo me invisto de una cota de malla de amor particular, una nueva personalidad que sin saberlo me impregna de cautela y orgullo, tenacidad y habilidad, locura y previsibilidad, futilidad y constancia, en definitiva de tragedia y comedia. Salto a los caminos así pertrechado para vencer gigantes, para huir en busca de Ítacas, para rescatar a Penélopes olvidándome de sí mismo.
Sabiendo que soy un Quijote loco, un intrépido Colón, un ilusorio Marco Polo, con la espontaneidad y frescura del pintor novel, rompo el cascarón envuelto en ese plumaje romántico de los niños y los adolescentes que es mi mundo buscando otros horizontes.